Aquella mañana sintió los zapatos fríos… fríos y cojos. Tenía el vago recuerdo de haber perdido un tacón la noche anterior, pero no conseguía ver ni dónde ni con quién… quizá en alguna calle adoquinada, en algún bar bajo el Puente de Segovia... Solo intuía un bulto a su lado en la cama, agazapado bajo las sábanas granates de una casa… que podría ser la suya. No era el caso. Irene despertó con la camiseta sobre la cara y con el frío contacto de su zapato empezó a suponer realidades, hechos de una vida que podría ser la suya. Tampoco era el caso. Al pie de la cama, vio sus medias grises algo desgarradas. Las recogió y las guardó en el bolsillo de la minifalda que había trepado hasta su pecho. Ya en pie, se recompuso, y echó un último vistazo a la habitación, no quería dejar nada suyo allí, no quería tener nada que ver con aquel lugar, nada que la vinculara en un futuro.
Irene salió y no quiso saber el nombre de la calle, no tenía recuerdos de aquella noche y no quería tenerlos. No era así como había soñado despertar cada mañana…
Aquella mañana sintió los zapatos fríos… fríos y solos. “Son dos”, pensó, “El uno sin el otro no tiene sentido”. Pero estaban solos. Celia llevaba todo el fin de semana encerrada en casa, viendo películas, escribiendo, leyendo… ocupando su espacio-tiempo, ocupando sus pensamientos. Sentía la necesidad de escapar, viajar muy lejos. Pero sus fríos zapatos pesaban demasiado y fuera llovía, una excusa más para aplazar los planes de aquel domingo. Todo pesaba, el segundero en sus oídos, las notas arrastradas de Madeleine Peyroux, la persiana, el goteo arrítmico en la cornisa metálica del piso de arriba, la espuma del café en sus labios… todo.
Celia se escudriñó bajo el edredón y cerró los ojos tan fuerte como pudo. No quería ver nada de lo que le rodeaba, no quería tener algo que ver con aquello. No era así como había soñado despertar cada mañana…
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